/ domingo 20 de diciembre de 2020

Primavera árabe, lo que queda a 10 años

Oriente Medio fue el epicentro del descontento popular que provocó la caída de regímenes autoritarios

BEIRUT. Fue una ola de esperanza súbita, sin límites, contagiosa. Hace 10 años el mundo árabe vivió una serie de revueltas populares que significó un soplo de libertad, antes de dar lugar a la frustración. Un acontecimiento histórico que cambió de manera irremediable a la región.

Desde el colapso cual castillos de naipes de regímenes que parecían intocables hasta el auge y caída del califato yihadista, la llamada “Primavera Árabe” que nació a finales de 2010, convirtió a Oriente Medio en teatro de constante agitación durante la segunda década del siglo XXI.

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A las protestas populares que surgieron en Túnez, Egipto, Libia y Yemen les siguieron, en el mejor de los casos, reformas decepcionantes, pero a menudo los países se han desgarrado por guerras intestinas y nuevos regímenes dictatoriales.

No obstante, el espíritu de las revueltas no se ha apagado, como lo demuestra la segunda ola de levantamientos que surgieron en Sudán, Argelia, Irak y Líbano ocho años después.

Todo empezó el 17 de diciembre de 2010 cuando un joven vendedor ambulante, agobiado por años de acoso policial, se roció de combustible y se prendió fuego en Turquía. La inmolación de Mohamed Bouazizi no era la primera en la región, ni siquiera en Túnez, pero fue la chispa que inflamó una rabia nunca antes vista.

Su muerte agitó el movimiento de protesta contra el presidente Zine El Abidine Ben Ali, que llevaba en el poder 23 años, se propagó por todo el país 10 días después, Ben Ali huyó a Arabia Saudita.

En las semanas siguiente, las protestas prodemocracia llegaron a Egipto, Libia y Yemen y el contagio empezó a conocerse como “Primavera Árabe”. Miles de personas salieron a las calles en Egipto para gritar sus aspiraciones democráticas y pedir la salida de Hosni Mubarak, en el poder desde 1981.

La voz del pueblo se alzó como una sola, no solo en un país sino en toda la región, derrocando a algunos de los dictadores más enquistados y sanguinarios del planeta. Lo impensable ocurrió el 11 de febrero de 2011, cuando se anunció la dimisión de Mubarak.

Además de Ben Ali y Mubarak, el líder libio Muamar Gadafi, Ali Abdullah de Yemen, y el año pasado el sudanés Omar alBashir fueron otras cabezas que rodaron por la revolución árabe. 

Pero la “Primavera Árabe” tan esperada no duró mucho. Con excepción de Túnez, el vacío creado por la caída de los denostados regímenes no se llenó con las reformas democráticas que exigían los manifestantes. Peor, en algunos casos dio lugar conflictos armados.

En Egipto, una breve y emocionante experiencia democrática pronto acabó con una brutal represión policial.

Las protestas en la atemorizada Argelia que vivió una guerra civil, no prendieron. Recién lo hicieron casi diez años más tarde, en 2019. En Marruecos fueron sofocadas con reformas cosméticas.

En Libia, los revolucionarios se dividieron en multitud de milicias que fragmentaron el país. Yemen, el país más pobre de la península arábiga, se deslizó hacia un conflicto civil alimentado por el sectarismo y sigue en guerra.

Pero fue en Siria donde se enterró a la Primavera Árabe. Ningún líder de la región parecía más difícil de destronar que Bashar al Asad cuando empezó el 2011.

Pero el turno de Asad nunca llegó. Capeó la tormenta y se convirtió en la pieza del dominó que nunca cayó.

Mientras las protestas eran brutalmente reprimidas, el odio sectario prendió y los yihadistas, tanto en Siria como en otras partes, encontraron un caldo de cultivo inmejorable.

El crecimiento del yihadismo culminó con la proclamación en 2014 por parte el grupo Estado Islámico (EI) de un “califato” en regiones de Siria e Irak que llegó a ser del tamaño de Gran Bretaña.

BEIRUT. Fue una ola de esperanza súbita, sin límites, contagiosa. Hace 10 años el mundo árabe vivió una serie de revueltas populares que significó un soplo de libertad, antes de dar lugar a la frustración. Un acontecimiento histórico que cambió de manera irremediable a la región.

Desde el colapso cual castillos de naipes de regímenes que parecían intocables hasta el auge y caída del califato yihadista, la llamada “Primavera Árabe” que nació a finales de 2010, convirtió a Oriente Medio en teatro de constante agitación durante la segunda década del siglo XXI.

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A las protestas populares que surgieron en Túnez, Egipto, Libia y Yemen les siguieron, en el mejor de los casos, reformas decepcionantes, pero a menudo los países se han desgarrado por guerras intestinas y nuevos regímenes dictatoriales.

No obstante, el espíritu de las revueltas no se ha apagado, como lo demuestra la segunda ola de levantamientos que surgieron en Sudán, Argelia, Irak y Líbano ocho años después.

Todo empezó el 17 de diciembre de 2010 cuando un joven vendedor ambulante, agobiado por años de acoso policial, se roció de combustible y se prendió fuego en Turquía. La inmolación de Mohamed Bouazizi no era la primera en la región, ni siquiera en Túnez, pero fue la chispa que inflamó una rabia nunca antes vista.

Su muerte agitó el movimiento de protesta contra el presidente Zine El Abidine Ben Ali, que llevaba en el poder 23 años, se propagó por todo el país 10 días después, Ben Ali huyó a Arabia Saudita.

En las semanas siguiente, las protestas prodemocracia llegaron a Egipto, Libia y Yemen y el contagio empezó a conocerse como “Primavera Árabe”. Miles de personas salieron a las calles en Egipto para gritar sus aspiraciones democráticas y pedir la salida de Hosni Mubarak, en el poder desde 1981.

La voz del pueblo se alzó como una sola, no solo en un país sino en toda la región, derrocando a algunos de los dictadores más enquistados y sanguinarios del planeta. Lo impensable ocurrió el 11 de febrero de 2011, cuando se anunció la dimisión de Mubarak.

Además de Ben Ali y Mubarak, el líder libio Muamar Gadafi, Ali Abdullah de Yemen, y el año pasado el sudanés Omar alBashir fueron otras cabezas que rodaron por la revolución árabe. 

Pero la “Primavera Árabe” tan esperada no duró mucho. Con excepción de Túnez, el vacío creado por la caída de los denostados regímenes no se llenó con las reformas democráticas que exigían los manifestantes. Peor, en algunos casos dio lugar conflictos armados.

En Egipto, una breve y emocionante experiencia democrática pronto acabó con una brutal represión policial.

Las protestas en la atemorizada Argelia que vivió una guerra civil, no prendieron. Recién lo hicieron casi diez años más tarde, en 2019. En Marruecos fueron sofocadas con reformas cosméticas.

En Libia, los revolucionarios se dividieron en multitud de milicias que fragmentaron el país. Yemen, el país más pobre de la península arábiga, se deslizó hacia un conflicto civil alimentado por el sectarismo y sigue en guerra.

Pero fue en Siria donde se enterró a la Primavera Árabe. Ningún líder de la región parecía más difícil de destronar que Bashar al Asad cuando empezó el 2011.

Pero el turno de Asad nunca llegó. Capeó la tormenta y se convirtió en la pieza del dominó que nunca cayó.

Mientras las protestas eran brutalmente reprimidas, el odio sectario prendió y los yihadistas, tanto en Siria como en otras partes, encontraron un caldo de cultivo inmejorable.

El crecimiento del yihadismo culminó con la proclamación en 2014 por parte el grupo Estado Islámico (EI) de un “califato” en regiones de Siria e Irak que llegó a ser del tamaño de Gran Bretaña.

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