Dentro de las leyendas urbanas que se cuentan en esta ciudad, en el marco de la celebración del Día de Muertos, destacan la de unas enfermeras de un hospital local que al momento de estar trabajando vieron levantarse a un paciente que esa noche acababa de fallecer en este lugar.
Así lo escribió Beda Domínguez, en su libro “La herradura de los deseos” en el cual cuenta que una fría madrugada de diciembre de 1996, estaba ya muy próxima la celebración de la navidad, y en esa ocasión la muerte parecía haber ganado una de las tantas batallas y los médicos perdido en su lucha diaria por preservar y conservar la vida de su paciente.
La rutina había sido la de siempre, el médico de guardia tomó el electrocardiograma de control y al dictaminar la muerte clínica de un paciente, la enfermera a cargo auxiliada por sus amables colegas de turno, procedieron a desnudarlo y amortajarlo.
Tras colocar los taponamientos en todos los orificios del cuerpo como nariz, oídos y otros, envolvieron al recién fallecido en unas sábanas y le colocaron sus membretes de identificación para posteriormente trasladarlo al lugar donde se depositan los cuerpos hasta que llegan por ellos el personal de las funerarias, es decir, al cuarto frío denominado mortuorio.
La sorpresa de las enfermeras
La escritora señala que parecieran descorazonadas las acciones que llevan a cabo los trabajadores de la salud con los cuerpos de las personas que fallecen, pero considera que las necesidades básicas imperan y la vida continúa, pues las enfermeras, aunque mucha gente no lo crea, son humanas y necesitan alimentarse para recobrar fuerzas para continuar la jornada.
Por lo que en la noche que murió el paciente, acudieron al comedor del hospital para disfrutar de sus alimentos y de unos minutos de descanso que bien ganado lo tenían. En este receso, reinaba la calma, ya que el resto de los pacientes se reportaban estables, la mayoría dormía con sus respectivos familiares que los estaban cuidando, dormidos también, debajo de las camas. Ese es el ambiente que comúnmente se vive en un hospital de una ciudad relativamente pequeña como San Luis Río Colorado, refirió Beda Domínguez.
La calma casi idílica de esa madrugada fue interrumpida bruscamente al grito de espanto de una de las enfermeras y la histeria invadió a las demás, al ver en la puerta del comedor a un hombre que, temblando, les decía con tono de voz apenado y entrecortado por el intenso frío que sentía y la desnudes, que no encontraba su cama, que no sabía ni cómo ni por qué se había despertado sin ropa en un lugar solitario y helado, les preguntó que si se podía quitar los taponamientos de su nariz porque no le permitían respirar bien y además el algodón le causaba alergias. Era el paciente que acababa de fallecer.